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Nuestra vida fue siempre una carrera contra la tristeza. Para que nunca nos alcanzara. Por eso importó siempre la liturgia: la escenificación de un paisaje en apariencia tranquilo, pero bajo el cual casi todo seguía ardiendo. En nuestra casa fue importante la navidad, hasta que ese paisaje se llenó de ausencias irreversibles que comenzaron a pesar tanto como los silencios. Porque el silencio es, en una casa triste, el peor de los crímenes. Hasta que llegaron las ausencias, sin embargo, la casa de mi abuela era bulliciosa y entusiasta. Mi abuela preparaba con mimo los preparativos, porque en este pueblo estruendoso la víspera adquiere tanto protagonismo como el culmen de su celebración. Había que decorar la casa –el sencillo y pulcro Nacimiento presidía la entrada—y acertar con tino la distribución de una mesa impecable donde todo pervivía entre la jerarquización y el detalle. La mesa se disponía para el paisaje después de una batalla que siempre dejaba restos dispersos de un banquete casi eterno: migas aquí, manchones allá, y cerca unas gotas del cava o el vino.

El trasiego de los días previos llenaba la casa de buenos presagios. El mejor de ellos era el reencuentro, porque las familias largas, a modo de anuario y letanía, compartíamos el año en el balance de la comida, antes de que el abuelo llamara, también jerárquicamente, a los nietos por su orden y le besáramos las manos para inaugurar las estrenas. Porque la Navidad era estrenar, también. Un tiempo nuevo, primero; los juguetes, más tarde. Y al final de las tristezas, un tiempo de ausencias que comenzó a dejar las sillas vacías y fue el llanto de mi abuela o el sollozo de mi iaia cuando escuchaba la música de El Almendro, donde irreversiblemente alguien regresaba a casa por Navidad y era, de una vez, el antídoto contra el silencio.

Durante muchos años no regresó nadie. Sólo se fueron vaciando las sillas, y los rincones de las casas fueron esquinas llenas de sombras donde sólo alumbraban los rescoldos de otro tiempo. Hasta que el largo silencio de una pandemia nos ha dejado recogidos, alumbrados aún con la larga mirada de los ausentes, y en la única calidez confortable de una casa que es un muro contra la desdicha de allá afuera. El panorama es sombrío, y lejos está el Nacimiento de la entrada de casa de mi abuela, desnudo, solitario, como el pueblo sombrío que vive un tiempo extraño de fiesta sin fiesta. No hay algarabía, sino la desazón de un tiempo compartido de desesperanza que conduce a otra página nueva. Y el enorme silencio de las casas vacías que esta vez no serán mesas largas y que ya no están llenas del trasiego infantil de cuando la inocencia rompía el estómago de la ilusión. Nos queda el tiempo vivido, el presagio de la mesa sencilla donde rememoramos a quienes nos faltan, y la certeza de que supimos ganar la carrera contra una tristeza que hoy es dicha y melancolía. Una nostalgia imbatible de futuro. La Navidad que nos toca vivir.

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