Post Image

Mi padre me recogía del colegio y enfilábamos el camino hacia la iglesia de la Sagrada Familia. No había podido dormir bien la noche de antes, pensando en que, otra vez de la mano de mi padre, la Semana Santa empezaba al entrar por el portón de la iglesia y observar a la directiva preparada y con los andamios montados. Un ciclo que siempre se repetía y por eso era siempre feliz. No debía ser más de media tarde cuando, entre cuatro porteadores y dos más que aguantaban los andamios, bajábamos al Cristo de las Angustias en la sagrada clandestinidad de una iglesia a media luz, vacía y en silencio. Sólo se rompía la calma con el ruido de los pasos sobre el suelo, tan pulcro, y el traqueteo del andamio soportando el peso de la imagen. Bajaba lentamente, con cuidado, como si se quisieran acompasar los tiempos del silencio y los movimientos de la talla, meciendo el aire solitario del templo. Cuando el Cristo llegaba al suelo comenzaba mi función allí. Mi padre traía unos trapos y, con mucho cuidado, nos tocaba limpiarlo para poderlo poner a punto sobre sus andas. Un trabajo meticuloso que intentábamos también hacer en silencio.

Cuando habíamos acabado, sobre las ocho, desfilábamos hacia la Tasca Moncho, donde los participantes de aquella bajada discreta nos reuníamos para la primera cena compartida de la Semana Santa. Un rito que repetimos hasta que, en el 2001, un grupo de cofrades donde también estaba mi padre decidieron solemnizar un rito que a nosotros nos parecía clandestino, y por eso mágico. Y la Bajada dejó de ser un acto reducido, en la última luz de la tarde –la primera de la primavera–, para convertirse en una actividad solemne que desde hace más de diecinueve ediciones reúne a casi todo el barrio de Corea. Siempre en silencio. Roto, ahora, por la trompeta y la cadencia del sonido de Xavi Cabrera, que marca el ritmo que antes sólo mecía el silencio.

Este Lunes Santo, sin embargo, será distinto. Pero recordaré la magia con que cumplíamos, serenamente, con nuestro pequeño encargo, que mi padre siempre endulzaba con la sonrisa con que hoy diría: no te preocupes, todo está bien. La misma sonrisa que calmaría el mundo, tantos años después casi irreconocible, al borde de los precipicios que dibujan otra historia. Pero para la siguiente historia será imprescindible la memoria de los afectos. Y en mi memoria sigue intacto el ritual del Lunes Santo, al que desde hace unos años tengo el honor de asistir como concejal de distrito. Y sin embargo este será otro Lunes Santo, distinto, que nos permitirá entender la memoria de los afectos. Y saber legarla al futuro de esta otra historia que se abre, donde todo cobra sentido si somos capaces de mantener intacto el recuerdo. Una enérgica lección conta la desazón de estas páginas. Otra manera de acordarme, como cada día, de mi padre, y de aquellos años en el Cristo de las Angustias. Somos todo lo que nos mantiene anclados a la misma tierra donde pasan estos días tan distintos.

Facebook