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La intemperie del verano. I

Si la eternidad puede escribirse sobre la vida con las mismas garras de las heridas que nunca supuran, es quizás patria antes que sangre. La patria donde duerme el pequeño y lento silencio de los veranos que fueron todo, antes de que veranear perdiese el sentido del éxodo, o el viaje, con que el mundo paralizaba las sensaciones y el tiempo en el mismo instante congelado donde nada en apariencia se movía, pero donde sin embargo sucedía todo. Con la amplitud, la profundidad y la magnitud que requiere la eternidad para significarse, desde entonces para siempre, huella. Los veranos de la infancia eran el único verano; lo que ha venido luego, un aleteo entre la rutina y la transformación, un éxodo siempre incompleto, no se asemeja a aquel viaje donde venían con nosotros al campo los víveres y los objetos de la casa, y donde llenábamos el coche hasta de las plantas que habrían de sobrevivir a tres meses lejos de la ciudad, incomprensiblemente también lejos del mar.

Nos explican las eternidades del verano porque una vez nos dibujaron también las heridas del silencio. Rozaduras, quizás, pero heridas magnificadas por el vasto sentido del silencio de las lentas tardes de agosto, donde el verano, además de un petricor constante de tormentas que rompían la canícula del sueño, se significaba feroz en su espejismo de temperaturas elevadas, caminales de tierra y naranjos donde dormían nuestros secretos y hasta nuestros cigarros a escondidas. Éramos el secreto, el pecado en el trueno, la letanía del baile en la vigilia donde las sillas en la puerta, retratando la memoria de la familia al tiempo que sabiéndonos parte de un clan de sufridores de las noches de canícula o de poniente cerca del alféizar de las puertas grandes. Nos explican las tardes lentas donde el Tour de Francia dibujaba la melodía del sístole, el sueño frágil con que reposábamos la paella, el regusto del agua de la piscina, el sabor, aún, de la misma sandía de los domingos, de la misma tierra del secreto y del pecado y de las tormentas. La marea de dormir solos bajo el poniente del valle donde el verano era un tránsito impasible hacia los espejos de la vida de los demás, detenida a las puertas de la tierra de arcilla donde amamos la vida.

Somos el sentido de las ausencias, la memoria viva que sobre los muertos daba luz a la luna llena, y la complicidad del silencio que trazaban los silencios más vigorosos y feroces, los que mordían con la misma rabia que las ensoñaciones en los espejismos sobre los caminos, o las moscas serpenteando los restos del pan tras el último baño antes de la paella. Porque los silencios, y las tardes, eran para siempre las de la lenta canícula de agosto, al ritmo de la televisión, bajita, profetizando los únicos latidos de vida cerca del valle donde el verano dormía al regazo de las palmeras, los algarrobos, los naranjos o los pinos de Marxuquera. Entonces una eternidad incomprensible, a los ojos de la inocencia intacta de la infancia una eternidad capaz de dibujar, intactos, todos los sueños del mundo. La lenta canícula de los días aciagos recuerda a la de los veranos, lentos, lejos de la ciudad, con la ensoñación de mar y de bicicletas, de sueños en la plaza o de contactos al teléfono –un mensaje de texto indescifrable en la pobre cobertura rural–. En aquella canícula no cabía la transgresión de la incerteza, ni la inmensidad de la desazón que nos acompaña cada día de estos últimos meses. Y es, quizás por eso, la única ensoñación que transige la nostalgia, antes del precipicio de la melancolía. Y es también nuestro primer regazo y nuestro único acopio de la intemperie permitido. En aquella intemperie dormía la eternidad que nos arrulla todavía.

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