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La intemperie del verano. II

La vida fue acostumbrarse al olor a cerrado. Al polvo en las ventanas. A la rendija por la que se colaba, no sin atrevimiento, la primera luz del verano. Era costumbre aletargar los domingos con la siesta del primer sol, bajo el tímido rugido de los termómetros primerizos. Abríamos de par en par las ventanas, y nos sacudíamos el frío del invierno que se había quedado pegado a los huesos y a las paredes. Aireábamos todas las sábanas, recorríamos con trapos de algodón cada rincón de los muebles, hasta sacudirles las telarañas, y regábamos las plantas que habían sobrevivido al invierno. Un éxodo hacia el frío del que volvíamos con las otras plantas de la ciudad, el coche colgado con las sobras de la casa, y los restos de la despensa en bolsas de plástico. Hasta el olor a cerrado se venía con nosotros, porque sobrevivía como el frío en las heridas logra sobrevivir también a la luz primeriza.

La casa de los abuelos era el refugio de la memoria. Y la patria de las primeras supervivencias. Allí aprendimos a nadar, a guarecernos de las tormentas, a saber otearlas y convertirlas en un océano en calma, en la parte vulnerable de la sístole de los veranos. Hicimos de la quietud un naufragio, de la calma de las lentas tardes el tiempo detenido donde todo comienza, el estrépito, el rugido, la calma lenta que antecede el sonido de las batallas. Lejos quedaban la ciudad, el tráfico de la carretera, el mar, el sonido impertinente de los leves traqueteos de la rutina. Todo se había detenido en un refugio donde hasta el silencio podía cortarse con la palabra primera que aprende a nombrarnos y nos da sentido.

La casa de los abuelos no solo fue el olor a cerrado. Fue el único territorio, siempre de vuelta, que siempre te llevaba otra vez al frío. Al frío infinito de volver, al de cerrar la puerta del verano para oler, de nuevo, el olor de las habitaciones cerradas de la ciudad, donde otra vez otro regreso anticipaba un otoño de mochilas nuevas y cuadernos donde siempre nos sucedía la idéntica nostalgia de los días azules. Vivir fue acostumbrarse a esa sensación de extraño regreso al mismo lugar que tiene el infinito de sobrevivir a la costumbre y hacer de ella un lugar nuevo. Desde donde comenzar, tantas veces. Desde donde guarecerse del extraño invierno de la vida, que se queda agazapado y punza como las heridas leves del alma, un día en que se cierra para siempre la puerta de la casa de los abuelos y duermen en ella, para siempre también, los sueños de los días azules y la extraña melancolía de sabernos indemnes.

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