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La intemperie del verano. IV

El verano terminaba con el comienzo de las primeras tormentas. Un estruendo inconfundible, como todos los estrépitos de vivir, que traspasa los poros de la piel y decide prescindir de las heridas del viaje. Una vida, ya superada en este otro verano tan extraño, que trazaba la inconfundible frontera de los tiempos con una mutación del paisaje tan verosímil como implacable. Las caravanas de turistas enfilaban las carreteras de vuelta, los apartamentos volvían al paisanaje de ventanas cerradas, la casa en el campo se replegaba y hacíamos acopio de toallas, plantas, libros, objetos, el televisor, incluso la plancha. Todo regresaba con las primeras temperaturas sin la canícula de las tardes lentas.

La adversidad era entonces no saber anticiparse a la tormenta. Dormir a la orilla de los nubarrones, confundirse con la geografía del éxodo, que tenía mucho de melancolía pero poco de nostalgia. Importaba lo que se dejaba atrás, aunque por un instante eterno, y no tanto el tiempo detenido con el futuro por abrir. Pero nosotros habíamos dejado, en la página ya pasada, la casa cerrada y el olor a nuevo de la otra, recién abierta, en el acomodo de maletas y trayectos que explicaban la irreversibilidad de una vuelta certera como la tormenta que la antecedía.

Esta adversidad, sin embargo, se ha vuelto nostálgica, viste de gris los últimos compases de agosto pero no anuncia un final exclusivo. Es la cadencia de un tiempo triste, incapaz de vestir en sus rupturas los giros de guión o del tiempo, que extiende sobre la tierra el mensaje de un tránsito hacia alguna parte que contiene desazón o desesperanza. Una playa expectante, pero una casa cerrada hace tiempo sobre sí misma donde también pudo entrar, tanto tiempo, el miedo, la angustia o la soledad. Si hemos podido con eso, si la historia sobrevivió a sus naufragios y a sus tristezas, es posible un nuevo inicio con los rescoldos de estos días de terrazas y truenos sostenidos. El mensaje del final de las tormentas ya no tiene nada de iniciático, y sin embargo, como la marea escupida, nos devuelve al origen de la orilla con el mismo pesar con que afrontamos tantos éxodos del verano: no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo invoque.

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