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Vivir es tener dispuesto siempre a mano un nuevo comienzo. El mío ardió de nuevo un veinte de abril de dos mil dos. Mi padre murió arriba de la bicicleta, y entonces pensé que si aquella injusticia era posible, era quizás porque en el desequilibrio de estar vivos no andábamos muy lejos del precipicio. Luego vinieron las sombras: el silencio estricto instalado en su casa, el tamaño exacto de su vacío para aprender a desentrañarlo en el dolor del recuerdo, en el trago de la nostalgia de futuro. No es que nos cambiaran la vida, es que nos la quebraron para siempre. Y hubimos de recomponernos con los pedazos de silencio y lágrimas, lecciones y añoranzas que nos dejó recordarlo cada día en el ejemplo de todo lo que decidimos emprender.

Mi padre vive entonces en los vinilos de música y los libros que heredé y que conservo, en las lecciones que están, como su ropa, intactas. En los silencios que aprendo a combinar con todas las ganas de bebernos a sorbos la vida. Porque en aquel nuevo comienzo aprendimos a no perdernos nunca la vida. Una lección temprana, inolvidable ya. Como intuir en la luz del cielo el recuerdo de su ejemplo, y caminar tan lejos como llegaba su bicicleta para recordarlo en la bondad del mundo y en el sueño infinito de vivir con su ejemplo y con su sonrisa. El motivo por el que somos, mi hermano y yo, todo lo que somos. El secreto de la lucha infatigable de mi madre viuda, tan joven y tan yerma. En casa supimos salir adelante. Supimos aprender a vivir. Y supimos, en el invierno vencido del duelo, que la única derrota es la de no querer aprender a vivir en cada nuevo comienzo. Sabiendo que sigue intacta la esperanza y la memoria viva de quienes murieron con nosotros pero viven aquí, conmigo. Otra lección de mi padre a quien, otra vez como entonces, creo ver aquí, dándome el beso de buenos días al que debo esta luz de tardes felices y este sol de la infancia. Y a quien Gandia, aunque no se lo haya reconocido nunca, debe tanto aún.

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