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Cojo un vuelo a Lisboa esperando encontrar una ciudad atractiva, pero termino en una ciudad fascinante, que me atrapa el largo fin de semana de vacaciones en que aprovecho para transitarla. La ciudad está llena de retos, aunque parezca entenderse ‘reto’ como una retórica de emergencia que desdeñe su potencial y su magnetismo. El reto de la gentrificación se combina con una inigualable mezcolanza de locales y de turistas, a quienes nos saludan mientras tienden la ropa o cocinan; el transporte público, impuntual y algo atrasado, aprovecha el hechizo de los viejos tranvías para deslizarlos en un conjuro que vale la pena repetir sobre las calles de la Alfama; la gastronomía local se abre a la internacionalización, pero desde los locales y los negocios de siempre…

Lisboa atrapa en su fascinante combinación de ciudad turística y atrayente. Y aunque con retos, y disyuntivas como las que nos plantea el guía que nos acompaña (¿por qué negocios donde todo suele ser tan caro que despersonaliza el destino?, ¿por qué la gente mayor de Alfama resiste en un barrio cada vez más caro y cedido a compañías que rehabilitan edificios enteros y hacen, desde ellos, negocio?), consigue convertirse en una ciudad de referencia que ha trasformado los espacios públicos y es eficaz como producto de consumo sin artificios para los visitantes. Es verdad que hay cruceros, que su imagen y su trayecto emborronan el paso por las calles estrechas y adoquinadas de Barrio Alto o las zonas más comerciales, pero vale la pena detenerse en el tránsito que la ciudad ha hecho desde su apertura al mundo, con la Expo del 98.

Portugal es un espejo no solo por el fado y el bacalao, los pasteles de nata y el mágico atardecer sobre Santa Lucía con alguna música tenue acompañada de bebidas espirituosas (la ginjinha no ha descubierto aún qué es la cazalla –qué afortunados somos y qué mal vendemos algunos de nuestros productos de este paraíso–). Lo es por cómo ha decidido gobernarse en este momento de la historia, y por cómo ha decidido afrontar sus retos sin que parezcan negativos. En el centro histórico, por ejemplo, mantiene la vigencia de la ley que otorga a los pisos de mayor antigüedad una menor renta, de forma que los mayores de Alfama son protagonistas de la historia de un barrio que está colgada en fotos por todas las calles.

Ellos son su historia y son, sin pretenderlo, un espejo que trasciende el milagro de callejearla. Nos detenemos en la Casa dos Bicos, sede de la Fundación Saramago, y aprovecho para traerme como suvenir propio ‘El cuaderno del año del Nóbel’, las reflexiones de un escritor que, como Pessoa, inunda el espacio público y artístico, el orgullo de los portugueses (qué envidia). En el vuelo de regreso me detengo en una de las reflexiones de Saramago: qué difícil lo tiene la izquierda que no es capaz de cuestionar el modelo económico y sólo de matizar el capitalismo de mercado salvaje, que aparta, dice, a todo el que no es útil para el sistema, con algo de humanismo solo de apariencia. La reflexión es del año del cuaderno, 1998, pero mantiene tanta vigencia como este país esplendoroso y lleno de luz. Ojalá su tranvía sea un recorrido hacia el espejo que proyectan sin nosotros saberlo.

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