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El estado de alarma que ha de permitir gestionar y controlar la emergencia sanitaria derivada de los contagios de Coronavirus deja un país noqueado, con la moral baja y sumido en la incerteza. A los responsables públicos nos corresponde dar instrucciones y aplicar los dispositivos, pero también marcar el rumbo de un estado de ánimo que aún no se había recuperado de la gran crisis de 2008 y afronta ahora tiempos oscuros. Ha muerto probablemente el que, en palabras de Gramsci, era el tiempo viejo al que alimentaban los monstruos en su deceso. El reguero de consecuencias deja una emergencia sanitaria inédita, un estado de práctica guerra que limita los movimientos o la circulación, y una sensación de vulnerabilidad que desborda los propósitos felices. Sean cuales sean las incertezas que la acompañen, hay solo una certeza en pie: el mundo de la semana que viene no tendrá nada que ver con el de hace tres días.

Hemos de frenar la curva de contagios, secuenciar las posibles transmisiones de la infección y no colapsar el sistema sanitario. Pero en el tránsito de la gestión del Coronavirus, la perspectiva permite intuir que a una depresión económica habrá que unir generaciones enteras marcadas por una cuarentena solo intuida en los períodos más oscuros de los libros de historia. Saldremos marcados por la incerteza, pero habremos de salir aprendiendo a racionalizar el miedo. Hay miedo en todas partes: a la enfermedad, a sus consecuencias, a la gestión de la pandemia, pero por encima de todo a lo irracional, a lo que apenas se sostiene, a lo que no está contrastado, a lo que ni siquiera es verdad pero se difunde como dogma. Los viejos miedos de las épocas catárticas; los viejos monstruos antes de este tiempo nuevo.

Esta catarsis marcará a generaciones enteras. Nada será igual después de la enfermedad, a la que habrá que derrotar con una suerte de coraje y raciocinio, higiene y serenidad, de la que habremos de reponer los rotos económicos y sociales. Pero de la gestión del Coronavirus podemos extraer otras certezas nuevas que nos vuelven la mirada hacia lo que siempre pareció invisible, y nunca debió ser rehusado. Al coraje, calidad humana y excelencia del sistema sanitario y de sus profesionales, un bien que no es mercancía al albur de los mercados, sino uno de los tesoros nacionales para cuando las cosas vienen mal dadas, un juguete roto por las crisis, los recortes deliberados y la intentona que lo desmanteló en demasiados lugares, y que debiéramos poner en valor cada día al levantarnos; al valor del afecto, del abrazo, del sentirnos vinculados a la suerte de los demás; al precio de los besos, hoy que, como los abrazos, escasean también al sentirnos más juntos sin poder tocarnos; a la vulnerabilidad y la fragilidad, que no es un pretexto como el miedo, que no debiera ser un recordatorio de la emergencia, sino un pensamiento diario de incitación a la vivencia de lo ensencial, de aprovechamiento de la vida, de poder responder con plenitud a la pregunta diaria de ‘hoy he vivido’, de celebración de la vida a cada instante; del poder de la cooperación, construyendo juntos lo que otras veces se nos obligó a hacer separados, descreyendo de los individualismos, apostando por la sinergia que multiplica: la de la complicidad de remar desde el afecto; la generosidad de protegernos nosotros para proteger a los demás, especialmente a los mayores y a los vulnerables, como acto de generosidad, entrega y amor, y como el mejor servicio cívico a un país que necesita encontrar su sentido de pertenencia a la misma comunidad que hoy nos protege; el patriotismo, entendido como la brillante gestión de afectos y emociones que nos remueve desde nuestros balcones.

Esta reflexión parece aprendida de hoy, pero dormía aquí: no hay día que regrese ni afecto que pueda ser eterno, porque todos parecen el último en tiempos de sombras. Habremos de reponernos. Pero solo lo haremos desde la fortaleza del amor, el único servicio al país, la única emoción más potente que el miedo, y desde la generosidad de compartir el único individualismo necesario hoy, y después: el de cerrar la puerta de casa para abrir más puertas a la vida. El mismo amor que nos compete a los jóvenes, que tenemos el papel más importante en esta crisis, y a los mayores, Porque saldremos más débiles, pero seremos inmediatamente después más fuertes: nos salvarán la fraternidad y la generosidad. La lección estaba ahí y regresará para cuando podamos besarnos: el mundo nos pertenece solo desde el abrazo. Es otra vez, como en los momentos trascendentes de la historia, el amor.

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