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El confinamiento entra en su fase más difícil. La certeza de que, por fin a tono con el cielo, es posible ver la luz y hablar el idioma del presente. Porque hace unas semanas se nos ha detenido el tiempo, y más que intactos, los sueños se han quedado congelados con él. No hay perspectiva de presente aún. Otra vez, dicen muchas de las generaciones que, aún con dificultades, comenzaban a sortear lo empinado del camino. Para muchas otras solo hay silencio, penumbras, y días largos que se suceden en una rueda de semanas y de meses que les encadena, otra vez, a un olvido cotidiano. Nadie ha dicho que lo mejor vendrá ahora, porque quizás éramos felices ya sin saberlo. Y quizás, después de todo, es necesario volver a empezar, entre los escombros de tanta tristeza, para edificar un canto nuevo que necesariamente sea mejor, y por eso nos haga mejores. Pero nadie sabe exactamente qué viene, seis semanas después.

Las certezas que sí nos acompañan, sin embargo, tienen valor y parecen nuevas. La más importante, que nuestra vida son los otros, y que sin esa alteridad tiene poco sentido nuestra existencia, porque existimos en el latido o en el nombre de los demás. Se está haciendo complicado que entre las restricciones y las distancias impuestas, la de socializar haya sido la principal prohibición. Acompañada de los abrazos, los afectos o los gestos que habremos de dejar de hacer, como estas semanas, en las prohibiciones impuestas donde no entra el carácter abierto, la ventana abierta a la vida, con que vemos el mundo y lo hacemos girar. Sin embargo ahora todo es dificultad, y un trabajo, muchas veces telemático, que ha sustituido la rueda de las horas para entrar en una costumbre de caos y rutinas, horas muertas y relojes que nunca se detienen para la urgencia.

Para lo demás está la vida, seguro, ahí afuera, agazapada entre los sin sentido de tantos interrogantes. Pero no podemos verla aún. Vendrá. Y será más complicada. Y otra vez habremos de reponernos, aprovechando lo que también este confinamiento da a nuestro tiempo, detenido cuando no teletrabajamos, por eso idóneo para las lecturas, la escritura, las llamadas pausadas y el tiempo lento que late con café alrededor de las pantallas del afecto o las canciones y discos pendientes o los libros abiertos e incluso el tiempo para la cocina. Mi casa huele a café, sabe a pimientos rellenos o tortilla, siempre jugosa, y en los remiendos de limpieza cuelo un olor a lejía que dicen que ayuda también a matar el virus. Muros, barreras, prevenciones. Y la ventana abierta para oír el ruido de la calle y el entusiasmo de los aplausos, tan puntuales como el tiempo detenido, siempre comenzando minutos antes de todo. Minutos antes de la vida las puertas parecen preparadas para abrirse. Y pronto, para abrazar. Saldremos a la lluvia y, con la luz del cielo, todo será un tiempo nuevo donde, entre la emergencia de la tristeza, nos acordaremos de invocar la alegría otra vez en la resistencia.

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